Leo con asombro unas declaraciones del actor Secun de la Rosa, en las cuales confiesa haber recibido muchos palizones en el metro durante los años ochenta por el mero hecho viajar leyendo libros. Razzias que se sucedían mientras realizaba el trayecto entre la Plaza Llucmajor y el Paseo de Gràcia, esto es, desde la periferia hasta el centro de Barcelona. Para evitar equidistancias, de la Rosa sitúa el epicentro del peligro en la Plaza Llucmajor, aclarando que era en mi barrio donde prodigaban los quinquis.
Y no le falta razón. En la plaza Llucmajor había más quinquis que en el Paseo de Gracia, eso es innegable. Por no hablar de macarras, lolailos, charnegos, desclasados y barriobajeros. Pero doy por seguro de que en gente honrada y trabajadora también ganábamos por goleada a los de esa elitista vía. En mi barrio había mucho manguis pero poco ladrón de verdad. Los de esa calaña, los que roban a manos llenas, suelen habitar en zonas mucho más exclusivas.
La plaza Llucmajor podía tener sus peligros, no lo niego. En un par de ocasiones intentaron atracarme y en una de ellas casi lo consiguieron. Puta heroína. Claro que, visto en retrospectiva, dos incidentes en los veinticinco años que viví ahí tampoco suponen tan mal ratio. Quizá se explique porque, ahora lo entiendo, los quinquis andaban todo el día tan atareados en apalizar al pobre de Secun de la Rosa, que apenas disponían de tiempo para más.
Para quienes no sufrimos tal martirio, la plaza Llucmajor tenía sus atractivos. La Plaza eran los chuchos de “La Exquisita”, el olor a fritanga de la churrería, los paquetes de pipas, los sonidos del tiovivo y los chicles Bazooka del quiosco. Pero, sobre todo, la Plaza Llucmajor era para mí una larga valla de hierro, de mediana altura, que separaba la entrada del parque de la Guineueta del parterre que acababa en la parada de autobuses. Al igual que mis amigos, en algunos de sus barrotes verdes dejé grabado el molde de mi culo, encallecido a base de aposentarlo ahí, día a día, durante años.
Lo nuestro era dejar pasar el tiempo sin otra cosa que hacer que charlar y observar al personal. Porque, como punto de encuentro de un barrio tan nuevo como grande, el alma de la plaza Llucmajor la conformaba la savia de su gente joven: guapas repintadas, currelas, esclavos del bar Jardín y de la Kasbah, chulos con el peine asomando por la trasera del Samblancat, pijos de extrarradio, rumberas, progres experimentales, moteros de Cota o Enduro, algún que otro artista y bastantes aspirantes a políticos. Y es que, aún antes de que Franco la palmara, en la Plaza Llucmajor las octavillas ya volaban y algunos tenderetes de partidos políticos, de esos de quita y pon, se atrevían a desafiar a una dictadura agonizante.
Yo viví la explosión tras la muerte del dictador, cuando muchas formaciones de izquierda empezaban a asomar la cabeza para buscar su espacio en el tablero político: PSOE, PSP, PSC, PSUC, PCE en sus varias acepciones, OCE, Bandera Roja, LCR, los de la CNT… Todos muy rojos, como corresponde a un barrio batallador y obrero. En la Plaza LLucmajor nunca vi paraditas de Alianza Popular, UCD o Convergència. Intuyo que estas formaciones solían manejarse mejor por la zona del Paseo de Gràcia.
En definitiva, en la Plaza Llucmajor pasé buena parte de mi adolescencia y juventud, cambié el mundo mil veces con mis amigos, hice y deshice planes, deshojé margaritas, di mi primer beso como enamorado y paseé con la chica más guapa del mundo. De la plaza debo mi curiosidad por observar a las personas e inventar historias acerca de ellas. Y como lo mío era provocación pura, en el metro, de Llucmajor a Alfonso X y viceversa, leí a pecho descubierto cuanto se me puso a tiro: libros, periódicos, revistas, apuntes, portadas de discos y hasta prospectos médicos si no tenía otra cosa a mano. Es más, cuando me rotaba, era incluso capaz de sacar papel y boli para dibujar o escribir.
Huelga decir que jamás sufrí un rasguño, ni nadie me interpeló por ello. Quizá los posibles agresores se cortaran al ver que, según el día, yo mismo lucía una pinta que mezclaba a Pijoaparte y a un Torete con estudios. El caso es que, inconsciente de los peligros que me acechaban, fui feliz en mi plaza y en mi barrio. Por tanto, y dando por sentada la veracidad de cuanto cuenta Secundino, no puedo por menos que agradecerle su enorme sacrificio. Al acaparar él todas las hostias que se escaparon en la estación de Llucmajor durante una década, permitió que tantos y tantos jóvenes pudiéramos leer tranquilos en el metro sin ser molestados. Un mártir con vocación de punching ball a quien, no me cabe la menor duda, la historia acabará colocando en el lugar que merece.
De la misma forma que la Plaza Llucmajor acabó perdiendo su nombre en favor del actual de Plaza de la República, abogo para que, en cuanto sea posible, cambie de nuevo y pase a denominarse Plaza de Secun de la Rosa.
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