A mi primo Joaquín debo mis dos principales aficiones, aunque él no lo sepa o ya no lo recuerde. Ambas tuvieron lugar en la adolescencia y las dos partieron de un robo.

El día que decidí que había llegado el momento de aprender a tocar la guitarra fui a casa de mi tía Rafaela, que en gloria esté, y birlé la de Joaquín. Y digo robé porque no pedí permiso, aproveché que él no estaba en casa y conté una trola a su madre para llevármela. Y otra a la mía, cuando me vio aparecer con el instrumento. Desde entonces no he dejado de tocar, entendiendo esta afición como un placer íntimo. Mantuve retenida aquella pequeña guitarra de aprendizaje unos seis meses, hasta que mis padres me compraron una acústica Maya que aún conservo.

La segunda aportación de Joaquín fue un libro. Se trataba un ejemplar de Últimas Tardes con Teresa de Juan Marsé, comprado como lectura obligatoria para la clase de literatura. Enseguida me intrigó aquel libro. Yo había tenido aquella misma asignatura el año anterior y el Profesor Domenech ni lo había mencionado. Una putada, pues una novela en cuya portada aparecía aquella rubia cañón –yo debía tener unos 16 años- era motivo suficiente para interesarme en ella. Por tanto, intrigado por la rotundidad de la modelo danesa fotografiada por Oriol Maspons, tomé la decisión de requisar la obra a mi primo. En descargo de ambos cabe decir que, en este caso, Joaquín no opuso la menor resistencia. A diferencia de la guitarra, que sí devolví, aún conservo aquella novela, que descansa en mi mausoleo de libros robados.

Yo ya era lector en aquellos años, tanto de cómics y tebeos como de relatos de aventuras. Desde niño disfrutaba con Julio Verne, Karl May o Emilio Salgari, y de ahí había saltado a historias más adultas como Papillón, un libro que en su momento me impactó. Pero aquello era diferente a cuanto había leído. Con Últimas tardes con Teresa descubrí la magia de la literatura, cuánto puede disfrutarse un libro tanto por la historia que cuenta, como –y esto era novedad para mí- por la forma en que está escrita. La capacidad de proyectar imágenes y de provocar sentimientos de esa obra era infinita. Y todo a partir de una prosa maestra, que se degustaba por sí misma. Aquel libro también me enseñó que las historias que más duelen son aquellas con las que más te identificas. Yo, que siempre he tenido algo de pijoaparte, he conocido a algunos personajes que incluso lo superaban, y buena parte de los paisajes que citaba me eran familiares.

En un día como hoy solo puedo expresar mi gratitud a Juan Marsé. Por todos estos años de lecturas imprescindibles y porque mi amor a la literatura le debe mucho a él. Algo que jamás podré expresarle en persona, por desgracia.

Ps1. Una vez me encontré de frente con Marsé en plena Diagonal de Barcelona y no me atreví a decirle nada. Me intimidó la cara de malas pulgas que exhibía.

Ps2. A quien sí traté durante un tiempo fue a su hermano Jordi Marsé. También un personaje, sin duda.