Espacio personal de Bernardo Muñoz.

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De locos y cuerdos


Aunque sienta cierto rubor al decirlo, debo confesar que cuando entré a trabajar en la Fundació Privada el Molí d’en Puigvert pasé bastante tiempo tratando de dilucidar quién era cuerdo y quien no de entre mis nuevos compañeros de trabajo. Trece años después marcho de la entidad y sigo sin saberlo, pues hace ya mucho que renuncié a averiguarlo. En concreto, desde que descubrí que me daba igual, que no me importaba nada. También cuando entendí que, en mi ignorancia, había tratado de hacer distinciones bajo un paradigma tan simplista como equivocado: el de clasificar a las personas en función de un dictamen médico.

En el Molí he tenido grandes compañeros de trabajo y con todos ellos me he sentido querido y arropado. Cierto que en un grupo humano de más de doscientas personas es fácil encontrar las más variadas tipologías. Pero puedo asegurar que no siempre los caracteres más difíciles los hallé alineados en en las filas de los diagnosticados. Y que en el otro bando encontré pocas mentes retorcidas y ningún aprendiz de brujo.

El Molí me ha enseñado que todos somos tan locos como cuerdos y que nuestras mentes son demasiado singulares y complejas como para encerrarlas en una sola etiqueta. También que por encima de protocolos médicos y certificados existen personas. Con sus fortalezas, debilidades, angustias, ilusiones, miedos, obsesiones, anhelos y manías. En mayor o menor grado. Personas tan reales y maravillosas como aquellas con las que he tenido el inmenso placer de compartir trece años de mi vida.

Con todo cariño.

La Plaza Llucmajor

Plaza llucmajor

Leo con asombro unas declaraciones del actor Secun de la Rosa, en las cuales confiesa haber recibido muchos palizones en el metro durante los años ochenta por el mero hecho viajar leyendo libros. Razzias que se sucedían mientras realizaba el trayecto entre la Plaza Llucmajor y el Paseo de Gràcia, esto es, desde la periferia hasta el centro de Barcelona. Para evitar equidistancias, de la Rosa sitúa el epicentro del peligro en la Plaza Llucmajor, aclarando que era en mi barrio donde prodigaban los quinquis.

Y no le falta razón. En la plaza Llucmajor había más quinquis que en el Paseo de Gracia, eso es innegable. Por no hablar de macarras,  lolailos, charnegos, desclasados y barriobajeros. Pero doy por seguro de que en gente honrada y trabajadora también ganábamos por goleada a los de esa elitista vía. En mi barrio había mucho manguis pero poco ladrón de verdad. Los de esa calaña, los que roban a manos llenas, suelen habitar en zonas mucho más exclusivas.

La plaza Llucmajor podía tener sus peligros, no lo niego. En un par de ocasiones intentaron atracarme y en una de ellas casi lo consiguieron. Puta heroína. Claro que, visto en retrospectiva, dos incidentes en los veinticinco años que viví ahí tampoco suponen tan mal ratio. Quizá se explique porque, ahora lo entiendo, los quinquis andaban todo el día tan atareados en apalizar al pobre de Secun de la Rosa, que apenas disponían de tiempo para más.

Para quienes no sufrimos tal martirio, la plaza Llucmajor tenía sus atractivos. La Plaza eran los chuchos de “La Exquisita”, el olor a fritanga de la churrería, los paquetes de pipas, los sonidos del tiovivo y los chicles Bazooka del quiosco. Pero, sobre todo, la Plaza Llucmajor era para mí una larga valla de hierro, de mediana altura, que separaba la entrada del parque de la Guineueta del parterre que acababa en la parada de autobuses. Al igual que mis amigos, en algunos de sus barrotes verdes dejé grabado el molde de mi culo, encallecido a base de aposentarlo ahí, día a día, durante años.

Lo nuestro era dejar pasar el tiempo sin otra cosa que hacer que charlar y observar al personal. Porque, como punto de encuentro de un barrio tan nuevo como grande, el alma de la plaza Llucmajor la conformaba la savia de su gente joven: guapas repintadas, currelas, esclavos del bar Jardín y de la Kasbah, chulos con el peine asomando por la trasera del Samblancat, pijos de extrarradio, rumberas, progres experimentales, moteros de Cota o Enduro, algún que otro artista y bastantes aspirantes a políticos. Y es que, aún antes de que Franco la palmara, en la Plaza Llucmajor las octavillas ya volaban y algunos tenderetes de partidos políticos, de esos de quita y pon, se atrevían a desafiar a una dictadura agonizante.

Yo viví la explosión tras la muerte del dictador, cuando muchas formaciones de izquierda empezaban a asomar la cabeza para buscar su espacio en el tablero político: PSOE, PSP, PSC, PSUC, PCE en sus varias acepciones, OCE, Bandera Roja, LCR, los de la CNT… Todos muy rojos, como corresponde a un barrio batallador y obrero. En la Plaza LLucmajor nunca vi paraditas de Alianza Popular, UCD o Convergència. Intuyo que estas formaciones solían manejarse mejor por la zona del Paseo de Gràcia.

En definitiva, en la Plaza Llucmajor pasé buena parte de mi adolescencia y juventud, cambié el mundo mil veces con mis amigos, hice y deshice planes, deshojé margaritas, di mi primer beso como enamorado y paseé con la chica más guapa del mundo. De la plaza debo mi curiosidad por observar a las personas e inventar historias acerca de ellas. Y como lo mío era provocación pura, en el metro, de Llucmajor a Alfonso X y viceversa, leí a pecho descubierto cuanto se me puso a tiro: libros, periódicos, revistas, apuntes, portadas de discos y hasta prospectos médicos si no tenía otra cosa a mano. Es más, cuando me rotaba, era incluso capaz de sacar papel y boli para dibujar o escribir.

Huelga decir que jamás sufrí un rasguño, ni nadie me interpeló por ello. Quizá los posibles agresores se cortaran al ver que, según el día, yo mismo lucía una pinta que mezclaba a Pijoaparte y a un Torete con estudios. El caso es que, inconsciente de los peligros que me acechaban, fui feliz en mi plaza y en mi barrio. Por tanto, y dando por sentada la veracidad de cuanto cuenta Secundino, no puedo por menos que agradecerle su enorme sacrificio. Al acaparar él todas las hostias que se escaparon en la estación de Llucmajor durante una década, permitió que tantos y tantos jóvenes pudiéramos leer tranquilos en el metro sin ser molestados. Un mártir con vocación de punching ball a quien, no me cabe la menor duda, la historia acabará colocando en el lugar que merece.

De la misma forma que la Plaza Llucmajor acabó perdiendo su nombre en favor del actual de Plaza de la República, abogo para que, en cuanto sea posible, cambie de nuevo y pase a denominarse Plaza de Secun de la Rosa.

Apuntes sobre el pasado secreto de Layla.

Los que sepáis quien es Layla podréis imaginar lo escabroso de su pasado. Y lo peligroso que puede ser indagar en él. Por eso, somos muy pocos los que conocemos del placer casi morboso que la sicaria experimenta en esparcir, siempre de forma anónima, fragmentos íntimos de su propia biografía.
La siguiente historia apareció entre los muchos relatos presentados a un concurso organizado por una cadena de hoteles. Podría decir que fue un hallazgo casual, pero mentiría. Arriesgo tiempo, dinero y quien sebe si mi vida persiguiendo estos testimonios. Y Layla lo sabe pues, la muy ladina, presentó este cuento usando mi nombre.
Dudo que ella –o yo- gane el certamen. Y es que la narración ahuyenta más que invita a visitar un hotel, propósito principal del organizador, imagino. Pero me he decidido a hacerlo público pues arroja luz sobre algunos rasgos de nuestra asesina favorita. Detalles que, hasta el momento, solo nos atrevíamos a conjeturar.
Espero (por mi propio bien) que Layla perdone esta nueva indiscreción, la segunda tras “El violinista”. Ahí va el cuento

“Al entrar me crucé con el botones que me miró con asombro.
Aunque fingió no reconocerme, su rictus de estupefacción le delató. Yo también disimulé. Pero ahí estaba, veinte años mayor, con un uniforme similar al que lucía en aquel hotel de Moscú cuando, a causa de un error mío, apareció portando el desayuno en la suite del magnate ruso al que acababa de asesinar.
El muchacho quedó petrificado, incapaz de asumir tanta carnicería, o el papel de esa mujer cubierta de sangre que, machete en mano, le miraba con ojos felinos. Aunque el oficio exigía matarlo cuanto antes, algo que percibí en su rostro me frenó. Era un ser bellísimo, angelical, una criatura tan pura que, en contraste, me hizo sentir sucia, por dentro y por fuera. De repente experimenté unas ganas terribles de limpiarme y exigí al muchacho que me ayudara a quitar la sangre del cuerpo. El joven se aprestó a obedecer. Mientras yo me relajaba bajo el agua, él también pareció recuperarse de su estupor.
Antes de marchar observé por última vez su hermoso cuerpo desnudo y pronuncié la frase inevitable: “Si alguna vez nos volvemos a encontrar sabes que tendré que matarte”
Hoy hemos fingido no reconocernos. Pero, al llegar a la habitación, el baño estaba preparado”

ELS TIMBRES DE PREMIÀ DE MAR (relat curt)

Diuen que tots els camins porten a Roma. Potser és cert, no ho sé. Però el que sí que puc assegurar és que, almenys en dies lectius, a les 8 del matí tots els camins de Premià de Mar condueixen al carrer Rafael de Casanovas. Sobre aquesta hora, una capil·laritat d’adolescents en peregrinació puntual engreixen les vies de la localitat a mesura que s’aproximen a l’Institut de Secundària. Sols o en petits grups, a peu, amb bicicleta o patinet, constitueixen una barreja d’acne i hormones tancada en cossos cada cop menys petits. Una serp humana que es nodreix amb un exèrcit de tímids, dolentots, progres, chonis, indepes, esportistes, rapers, porretes, friquis i d’altres incapaços encara de definir-se.

Jo vaig ser una gota més d’aigua en aquell riu, des dels dotze fins als divuit anys. Acovardit pels grans al principi i exigint respecte als petits en la darrera etapa. Un viatge iniciàtic,  on vaig riure al costat dels meus companys, plorar els primers desamors i, sobre tot, descobrir noves realitats. Per exemple, quant variava el paisatge urbà des dels blocs d’habitatges del meu modestíssim barri fins a l’opulència de les mansions de carrers com ara Batlles, o Capitans de Mar, molt properes a l’institut. Veient aquelles cases, tant diferents al meu piset, sovint em preguntava com devia ser la gent que hi vivia allà. També si aquelles persones Seguir leyendo

El reloj de la barbarie

Cuando consideré acabar mis presentaciones alertando que estábamos a 5 minutos de volver a padecer la NO CULTURA DE LA GUERRA, me planteé si valía la pena exponer algo tan duro en una celebración lúdica. Finalmente lo hice, convencido de que, más que nunca, era responsabilidad de quienes tenemos acceso a la transmisión de la cultura hacer bandera de valores como Igualdad, Fraternidad, Libertad o Justicia. Sin embargo, en mi fuero interno, confiaba en que el tiempo se detuviera antes de que transcurrieran esos 5 minutos que nos separaban de la barbarie.

Por desgracia mis previsiones no se han cumplido. El reloj ha sido inexorable. Pero aunque la realidad me dé una hostia detrás de otra, aunque en la fragilidad de mi plano interior llore de impotencia, os prometo que seguiré trabajando, de la forma en que mis pobres medios lo permitan, en contribuir para construir un mundo más humano.

Vuelve Víctor Itoiz

Hola amigos. Por fin puedo confirmar que mi nueva novela está punto de ver la luz.

La continuación “el enigma Recasens” presentará una nueva aventura en la que violinistas, detectives, mafiosos, asesinas a sueldo, rumberos, políticos en activo, herejes gastronómicos y monárquicos convencidos se interrelacionarán alrededor de unos crímenes tan singulares como incomprensibles.

El libro es también una reivindicación de la alegría y un canto al coraje como forma de enfrentarse a la vida. Hasta en las situaciones más extremas.

Mi propósito es que disfrutes de la historia, rías con ella, vibres, y te contagies de la ternura que he tratado de transmitir en sus páginas.

En breve os anunciaré el título definitivo. ¡Estad atentos!

Battiato

Franco Battiato  ha sido un artista decisivo en mi vida. Quizá alguna vez me decida a poner por escrito cuánto me influenció más allá del plano musical.

Serviría para explicar la tristeza tan profunda que ahora siento.

Pero hoy no es el día.

Si pienso en cómo he malgastado yo mi tiempo, que no volverá, no regresará más.

Somos provincianos de la osa menor a la conquista del espacio interestelar y vestimos de gris claro por no perdernos

Y tu voz igual que el coro de las sirenas de Ulises me encadena.

Y por un instante retorna mi anhelo de vivir a distinta velocidad.

Debería cambiar el objeto de mis deseos, sin conformarme con las alegrías cotidianas.

Vivir no es muy complicado si puedes renacer después.

Busco un centro de gravedad permanente que no varíe lo que ahora pienso de las cosas, de la gente.

La pluma estilográfica con la tinta azul; no quiero teclear con eléctrica, no es necesario.

Viajero que buscas la dimensión insondable, la encontrarás fuera de la ciudad, al final de tu camino.

Y mi maestro me enseñó qué difícil es encontrar el alba dentro de las sombras.

Me enamoré siguiendo el ritmo del corazón y me desperté en primavera

Me tocas el alma y la libertad, pero la sola idea me hace sentir prisionero.

 

Javier Cercas o el peligro de ser uno mismo.

Javier Cercas

En estos tiempos de fanatismos, de adhesiones inquebrantables, de convertir en enemigo a quien no comulgue con tus postulados, de intentar destrozar al diferente por el mero hecho de serlo y de imponer verdades aún a base de mentiras, se hace más imprescindible que nunca reivindicar la disonancia, oponer al adoctrinamiento el pensamiento crítico, huir de anatemas y cuestionar sobre todo lo incuestionable. Aún a sabiendas de los riesgos que, cada vez más, supone pensar por uno mismo y, sobre todo, expresarlo.

La penúltima víctima de esta ola de intransigencia está siendo Javier Cercas. No me extenderé sobre la operación de acoso y derribo que está sufriendo el autor de “Soldados de Salamina” por parte de los comisarios del pensamiento único. No vale la pena.

La cultura sigue siendo la principal enemiga de los totalitarios. Y la más fácil de atacar por parte de quienes carecen de ella.

Todo mi apoyo a Javier. Un escritor al que admiro y una persona con quien no comparto muchas de sus opiniones.

El eterno pijoaparte. Homenaje a Juan Marsé en forma de aventis

A mi primo Joaquín debo mis dos principales aficiones, aunque él no lo sepa o ya no lo recuerde. Ambas tuvieron lugar en la adolescencia y las dos partieron de un robo.

El día que decidí que había llegado el momento de aprender a tocar la guitarra fui a casa de mi tía Rafaela, que en gloria esté, y birlé la de Joaquín. Y digo robé porque no pedí permiso, aproveché que él no estaba en casa y conté una trola a su madre para llevármela. Y otra a la mía, cuando me vio aparecer con el instrumento. Desde entonces no he dejado de tocar, entendiendo esta afición como un placer íntimo. Mantuve retenida aquella pequeña guitarra de aprendizaje unos seis meses, hasta que mis padres me compraron una acústica Maya que aún conservo.

La segunda aportación de Joaquín fue un libro. Se trataba un ejemplar de Últimas Tardes con Teresa de Juan Marsé, comprado como lectura obligatoria para la clase de literatura. Enseguida me intrigó aquel libro. Yo había tenido aquella misma asignatura el año anterior y el Profesor Domenech ni lo había mencionado. Una putada, pues una novela en cuya portada aparecía aquella rubia cañón –yo debía tener unos 16 años- era motivo suficiente para interesarme en ella. Por tanto, intrigado por la rotundidad de la modelo danesa fotografiada por Oriol Maspons, tomé la decisión de requisar la obra a mi primo. En descargo de ambos cabe decir que, en este caso, Joaquín no opuso la menor resistencia. A diferencia de la guitarra, que sí devolví, aún conservo aquella novela, que descansa en mi mausoleo de libros robados.

Yo ya era lector en aquellos años, tanto de cómics y tebeos como de relatos de aventuras. Desde niño disfrutaba con Julio Verne, Karl May o Emilio Salgari, y de ahí había saltado a historias más adultas como Papillón, un libro que en su momento me impactó. Pero aquello era diferente a cuanto había leído. Con Últimas tardes con Teresa descubrí la magia de la literatura, cuánto puede disfrutarse un libro tanto por la historia que cuenta, como –y esto era novedad para mí- por la forma en que está escrita. La capacidad de proyectar imágenes y de provocar sentimientos de esa obra era infinita. Y todo a partir de una prosa maestra, que se degustaba por sí misma. Aquel libro también me enseñó que las historias que más duelen son aquellas con las que más te identificas. Yo, que siempre he tenido algo de pijoaparte, he conocido a algunos personajes que incluso lo superaban, y buena parte de los paisajes que citaba me eran familiares.

En un día como hoy solo puedo expresar mi gratitud a Juan Marsé. Por todos estos años de lecturas imprescindibles y porque mi amor a la literatura le debe mucho a él. Algo que jamás podré expresarle en persona, por desgracia.

Ps1. Una vez me encontré de frente con Marsé en plena Diagonal de Barcelona y no me atreví a decirle nada. Me intimidó la cara de malas pulgas que exhibía.

Ps2. A quien sí traté durante un tiempo fue a su hermano Jordi Marsé. También un personaje, sin duda.

Carlos Ruiz Zafón: el cementerio de los libros eternos

Carlos Ruiz Zafón¿Qué puedo decir ante una noticia así?

Casi todo lo que siempre he querido ser como escritor (no hablo de fama, sino de talento) podía encontrarlo en Carlos Ruiz Zafón. No me extenderé sobre su obra, no vale la pena.  En su lugar, permitid un par de recuerdos personales.

Cuando pienso en Zafón mi memoria se desplaza a Avenida Tibidabo 32, aunque creo que jamás nos vimos. Yo no trabajaba en Ogilvy & Mather Direct , sólo iba ahí a buscar fotolitos, a entregar muestras o a pelear presupuestos, mientras fantaseaba con el misterio que destilaba aquella mansión. Ajeno, como no podía ser de otra forma, a que alguien ya se estaba inspirando en la magia de ese lugar para tejer historias que años más tarde disfrutaría.

No llegué a conocerlo. Una vez intenté entregarle un manuscrito vía una ex compañera de trabajo, Pilar Sánchez, quien también lo había sido de Carlos y de su esposa. Una maniobra suicida que, como estaba cantado, no llegó a ningún lado. Por eso nunca pude preguntarle hasta qué punto el inspector Fumero había tomado rasgos físicos de Alfonso Mora, una sospecha íntima que ya no tendrá respuesta. Quien conociera a ambos personajes, al real y al novelado, sabrá de qué hablo.

Con Carlos Ruiz Zafón se va una parte de mi vida. Descansa en paz.

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