Aunque sienta cierto rubor al decirlo, debo confesar que cuando entré a trabajar en la Fundació Privada el Molí d’en Puigvert pasé bastante tiempo tratando de dilucidar quién era cuerdo y quien no de entre mis nuevos compañeros de trabajo. Trece años después marcho de la entidad y sigo sin saberlo, pues hace ya mucho que renuncié a averiguarlo. En concreto, desde que descubrí que me daba igual, que no me importaba nada. También cuando entendí que, en mi ignorancia, había tratado de hacer distinciones bajo un paradigma tan simplista como equivocado: el de clasificar a las personas en función de un dictamen médico.
En el Molí he tenido grandes compañeros de trabajo y con todos ellos me he sentido querido y arropado. Cierto que en un grupo humano de más de doscientas personas es fácil encontrar las más variadas tipologías. Pero puedo asegurar que no siempre los caracteres más difíciles los hallé alineados en en las filas de los diagnosticados. Y que en el otro bando encontré pocas mentes retorcidas y ningún aprendiz de brujo.
El Molí me ha enseñado que todos somos tan locos como cuerdos y que nuestras mentes son demasiado singulares y complejas como para encerrarlas en una sola etiqueta. También que por encima de protocolos médicos y certificados existen personas. Con sus fortalezas, debilidades, angustias, ilusiones, miedos, obsesiones, anhelos y manías. En mayor o menor grado. Personas tan reales y maravillosas como aquellas con las que he tenido el inmenso placer de compartir trece años de mi vida.
Con todo cariño.
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