Se necesitan más de 80 cargas para dejar así de limpio un tintero. O lo que es lo mismo, hay que escribir mucho para vaciarlo
Derramar tinta sobre papel en forma de caracteres más o menos inteligibles nunca ha sido problema para quien suscribe. Lo reconozco, me encanta escribir y además hacerlo a mano. Y trufar mis apuntes con dibujillos, carotas, monigotes, subrayados, flechas y tachaduras. Un proceso que suele dejar unas hojas en las que texto e imágenes se conjugan de forma tan enrevesada que sólo yo puedo entender el resultado. Una evolución de más de cincuenta años desde mis primeras letras caligráficas hasta la abstracción ilustrada actual. Y un hito cuando pienso en las dificultades que tuve para empezar a escribir.
No era fácil ser zurdo para un parvulito en 1965. Lo descubrí nada más entrar en la Academia Cirera, cuando mis profesores consideraron un deber extirpar mi terrible vicio de escribir con la mano equivocada. A fe mia que lo consiguieron, pero a fe mía que les costó sudor. Sangre por fortuna no hubo, y las lágrimas fueron todas mías. Porque ante aquella agresión opuse una resistencia numantina. Toda la que un crío de 4 años podía desplegar.
Aún recuerdo aquel calvario. Escribía las letras deformadas o al revés ( «Ǝ» en lugar de «E» ) y era incapaz de mantener una frase en su renglón. Por contra, con la mano izquierda no sólo escribía bien sino que dibujaba con una soltura impropia para tan temprana edad. Mis profesoras estuvieron a punto de tirar la toalla. Para «reconducirme» tuvieron que hacer muchas horas extras. Como en clase no podían ocuparse de mi, me castigaban para que marchara mas tarde, junto a la flor y nata de los alumnos mayores de la academia, sancionados, esos sí, por sus fechorías reales. Para mí, un alumno dócil y bueno, aquel trato resultaba humillante y vejatorio. Creo que aprendí a escribir con la derecha sólo para demostrarme que yo era un niño normal, no un delincuente.
La cuestión es que poco a poco empecé a enderezar las palabras. Y así hasta hoy. Un proceso que duró unos tres o cuatro meses pero que aún recuerdo después de más de cincuenta años.
No guardo rencor a las profesoras. Mis «seños» eran producto de su época. Para ellas, «enderezarme» formaba parte de su concepto de educación. Y aunque se aplicaron a la labor con todo celo, jamás emplearon conmigo malos gestos, chillidos o cosas peores. Algo que resulta obvio hoy día (bastante tortura era obligarme a escribir con la diestra) , pero que no lo era tanto entonces. Basta decir que en aquella época las hostias volaban en los colegios en los que estuve. Propinadas por los profesores, claro.
¿Mi venganza? Ninguna, no soy un tipo rencoroso. Pero nadie ha logrado desde entonces que use la diestra para algo que no sea escribir. Soy un zurdo pertinaz a la hora de emplear cualquier herramienta, ejercitar el poco deporte que he hecho en mi vida, comer o tocar la guitarra. Respecto a otros usos propios de la adolescencia permitirán que no me pronuncie.
También me limpio el culo con la izquierda. Y cuando lo hago, en ocasiones, me acuerdo de aquellos que no entienden otra normalidad que la que asume la mayoría. Personas que creen que las diferencias son algo pernicioso en sí mismas, por el hecho de que ellos no las adoptan, o no las entienden. Y que deben curarse, o extirparse, o cortarse de cuajo, aún obligando a los demás a renunciar a ser ellos mismos
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