amebasToda mi experiencia con las drogas se limita a unos cuantos porros fumados en mi juventud, liados siempre entre los dedos de otros y cargados con un costo que nunca compré yo. Pobre palmarés para un chaval que pasó su adolescencia y juventud a caballo -sin segundas- entre la década de los 70 y los 80. En la actualidad la única droga legal que aún me atrae -y mucho- es el vino, al que acudo de forma esporádica, más como un placer para los sentidos que como vía de evasión. Una pasión a la que además puedo dar alas en momentos puntuales, según qué beba y con quien lo haga.

Entiendo que, para algunos, tal bisoñez en materia de estupefacientes me sitúa de forma directa en la categoría de «pringao» o «tontolculo». Pienso en los personajes de Carlos Zanón, cuyo excelente libro Yo fui Johnny Thunders acabo de leer. La verdad, me importa bien poco. Y menos, sabiendo qué obtuvieron a cambio tantos y tantas que, de forma inducida o no, acabaron transitando por el lado salvaje de la vida. Lou Reed ya no podrá pedir perdón a nadie pero alguien debería hacerlo en su nombre.

Sin embargo, reconozco que hay una droga que sí me hubiera gustado probar: el LSD.

Alucinar, abrir la mente, flipar en colores, escapar de la realidad o transportarme a mundos nuevos.son conceptos que, al menos sobre el papel, resultan seductores y que nunca he experimentado. En su momento me negué tanto por mi rechazo general a las drogas como por miedo a descubrir gracias al LSD partes ocultas de mí mismo que quizá no me gustaría conocer. Ahora, amén de todos estos argumentos, se suma la evidencia de que ya no tengo ni cuerpo ni voluntad para esta clase de aventuras.

Pues bien, acabo de pasar un episodio de gripe que me ha mantenido en cama a 38,5 de fiebre y creo haber experimentado síntomas similares: Y no hablo sólo de sudores y escalofríos. Me refiero a imágenes proyectadas sin control mientras una música, tan perfecta como desconocida, se repetía hasta la saciedad en la cabeza. Un tiovivo en perpetuo giro sobre el que mi cerebro, actuando por libre, se empeñaba en plantearme una y otra vez un enigma vital cuya imposible resolución hubiera aclarado la organización esencial del cosmos.

Durante toda una noche me he sentido como si tuviera que tirar de mí mismo para retener la cordura, mientras mi mente se empeñaba en arrastrarme en sentido contrario.

No sé si estos delirios se asemejan en algo a un viaje lisérgico. En todo caso, la experiencia ha sido tan espantosa que no me ha quedado la menor gana de repetirla. El año que viene me vacuno.

Lo dicho, ya no tiene uno el cuerpo para verbenas.