Guantanamera

El restaurante La Vitrola, situado en la plaza Vieja de La Habana, es un rincón anclado en los años cincuenta. Sus paredes y techos rinden culto a esa década a través de objetos de lo más variado: televisores en blanco y negro, antiguos aparatos de radio, posters de artistas de rompe y rasga, fotos de tipos con pinta de gángsters, muebles de época o carteles de bellas mujeres publicitando cerveza, ron o helados. Una suerte de museo que navega entre lo kirsch y lo vintage capaz de sumergir al visitante en la Cuba previa a la revolución; un periodo que se evoca, de forma premeditada o no, como un tiempo tan lejano como feliz. Pensamiento éste peligroso, al que los versos de Carlos Puebla ya se encargaron de poner freno:
Y en eso llegó Fidel.
Se acabó la diversión.
Llegó el comandante
y mandó parar.
Sin embargo, no hay peligro de que el ambiente de La Vitrola aliente pensamientos contrarrevolucionarios en la población local. Básicamente por falta de exposición, ya que la inmensa mayoría de cubanos no pueden permitirse comer aquí. A lo sumo invertir en algún café mientras se busca clientes o se descansa de ellos, como hace la jinetera que, conchabada con algún empleado y acompañada de su hombre, ocupa una mesa cercana. Tendrá trabajo para recuperar el coste de la bebida. Para desgracia de la mulata, ni mi cuñada, ni mi esposa, ni yo, los únicos comensales, damos el perfil que busca. De esta isla parecen huir ya hasta los turistas. La pareja no tarda en despedirse.
Tras apurar los postres mis acompañantes también marchan, imagino que al lavabo. Me descubro solo en La Vitrola, rodeado de cachivaches tan viejos y oxidados como yo y observado por fotos de personas ya muertas que, desde sus sonrisas, me recuerdan que los tiempos felices acaban siendo sólo imágenes congeladas.
En ese momento arranca la orquesta. Siete músicos arracimados en un espacio de dos metros cuadrados, emergidos desde la nada, dispuestos a desgranar su repertorio para un solo espectador.
Con los pobres de esta tierra
quiero yo mi suerte echar
Me invade una tristeza infinita. Porque aunque con los pobres de la tierra quiera yo mi suerte echar, lo cierto es que esta tarde abandonaré La Habana sabiendo que sólo los más pobres de esta tierra, los que no pueden escapar, echarán aquí su triste suerte.
Yo sé de un pesar profundo
de entre las penas sin nombre
Esta tarde marcharé con la tristeza de dejar atrás un país que parece no importar ya a nadie. La perla del Caribe, que a tanta gente enriqueció, se ahoga en la desesperanza mientras se cae a pedazos, como sus sueños. Los ideales no alimentan, ni los más nobles. Ante la catástrofe, es mucho menos importante cuestionar las causas de la tragedia que tratar de sobrevivir entre los restos del naufragio.
La esclavitud de los hombres
es la gran pena del mundo
La negra Tomasa no tiene comida para cocinar, ni café que colarle a su enamorado y la flaca de Pau Donés, más escuálida que nunca, ni durmiendo de día engaña el hambre. El son suena triste en voz de unos músicos que no cantan por placer ni por arte, que les sobra, sino porque necesitan mendigar a los turistas, pues ni sus salarios ni sus pensiones de mierda les alcanzan para vivir. Si tú me dices ven, lo dejo todo, suena cada día en la embajada de España y hasta la negra Tomasa o la flaca coral negro de la Habana tratan de encontrar en su árbol genealógico un abuelito gallego.
Y antes de morirme quiero
echar mis versos del alma
Esta tarde marcharé siendo consciente de que es muy probable que nunca vuelva, que a mi edad el tiempo se empieza a escurrir de entre los dedos y que debo aprender a decir adiós. Es la segunda vez que visito la isla y, a buen seguro, la última.
Nunca hubiera imaginado una despedida así.
De repente me levanto de la mesa y pido a la orquesta que, antes de abandonar Cuba, toque para mí Guantanamera. Cuando mi mujer regresa justifico las lágrimas con que la recibo apelando a un desbordamiento de recuerdos antiguos y de emociones recientes. Y mucho de eso hay, sin duda, pero sobre todo lloro porque la belleza de los versos de José Martí, convertidos en un canto de amor entre los hombres, continúa removiendo mi conciencia
Guantanamera, quizá la canción más hermosa jamás compuesta, ha acabado siendo también la más triste.
No es justo.